“Debemos, al menos, tomar una posición de Estado coherente con el compromiso que nuestro país ha asumido en política medioambiental, por lo que avalar al ejecutivo brasileño resulta indudablemente contradictorio”, señala el investigador Francisco Vicencio.
Escrito por Daniella Girardi
El investigador del Centro de Políticas Públicas de la Universidad Andrés Bello, Francisco Vicencio, escribió una columna de opinión para Voces de La Tercera sobre la política medioambiental de Brasil y su relación con Chile.
A continuación, la compartimos:
UN MAL SOCIO MEDIOAMBIENTAL PARA CHILE
Hace cerca de un mes, el Presidente Piñera anunció que asumiría un rol de coordinación de la ayuda pactada por los países del G-7 para el combate del incendio forestal que aqueja a Bolivia, Paraguay, Perú y, en mayor medida, a Brasil. El fondo, de USD 22 millones, fue rechazado por el Presidente Jair Bolsonario, luego aceptados y finalmente desestimarlos una vez más, calificándolos de limosna.
Lo anterior es tan solo un episodio dentro de la errática línea seguida en materia medioambiental de Bolsonaro, quien ha recibido duras críticas no solo de múltiples países y ONG’s, sino que también del parlamento brasileño y de todos los exministros de Medio Ambiente vivos desde la vuelta a la democracia en el país más grande de América Latina.
Antecedentes hay múltiples. El líder brasileño no dudó en nombrar a Ricardo Salles como Ministro de Medio Ambiente, a pesar de que tan solo en diciembre pasado se vio involucrado en un caso judicial por la alteración de mapas en un plan de protección ambiental en 2016 mientras era Secretario de Medio Ambiente del Estado de Sao Paulo, para beneficiar explotaciones mineras.
Sumado a ello, la evidente animadversión que cuenta el ejecutivo brasileño respecto al cambio climático, el menoscabo de las medidas tomadas en los gobiernos anteriores -señalando, por ejemplo, que existía una “proliferación de multas medioambientales de carácter ideológico”- y la renegada importancia al calentamiento global se convirtió en un caldo de cultivo para que los interesados en explotar terrenos despejaran las tierras prendiendo fuego al amparo de la baja acción de las agencias fiscalizadoras gubernamentales. Incluso, en la actualidad se investiga si es que los propios estancieros llamaron a un “día del fuego” el pasado 10 de agosto, que pudo haber gatillado gran parte de los más de 70 mil focos de incendio.
Entre otras decisiones erráticas, en agosto recién pasado el primer mandatario brasileño destituyó unilateralmente a Ricardo Osorio, director del Instituto Nacional de Investigaciones Especiales, encargado de monitorear y divulgar los datos sobre deforestación en el país, quien señaló que tal cifra había aumentado en junio en un 88% respecto al mismo mes del año pasado. Bolsonaro criticó abiertamente a Osorio, acusándolo de mentir para perjudicar al gobierno, a pesar de que contaba con el aval de múltiples instituciones científicas.
Además, antes de ello, Noruega ya había cancelado la ayuda al denominado Fondo Amazonas -establecido en 2008- previo a la escalada de incendios, debido al incumplimiento de parte del gobierno brasileño al acuerdo suscrito, al alza de la deforestación y a la falta de voluntad para no detener la devastación de la zona. El país nórdico había sido, hasta entonces, el principal donante del fondo -94% de los USD 1.300 millones en los últimos 10 años- que había tenido como cooperantes minoritarios a Alemania -que también canceló su aporte- y a la estatal Petrobras, único contribuyente de un programa que ya parece destinado a desaparecer.
Frente a un historial de esta magnitud es que resulta peligrosa e inconveniente la cercanía que Chile está teniendo con el gobierno carioca en la materia, con un rol de apoyo más que de mediador -nuestro primer mandatario ha sido un fuerte aliado ante las críticas de la comunidad internacional a Bolsonaro- considerando que seremos país sede de la COP 25, en la que se espera debatir y avanzar en la implementación del Acuerdo de París, pacto en el que Brasil permaneció forzadamente a raíz de la exigencia de la Unión Europea para suscribir el TLC con el MERCOSUR.
Es por ello, que debemos, al menos, tomar una posición de Estado coherente con el compromiso que nuestro país ha asumido en política medioambiental -en la que ya estamos al debe al no suscribir aún el Acuerdo de Escazú-, por lo que avalar al ejecutivo brasileño -involucrado en niveles inéditos de confrontación diplomática y hablando únicamente de soberanía- resulta indudablemente contradictorio.